Un súper bodorrio me trajo a Tenerife, isla que tanto me recuerda a Puerto Rico: por cómo hablan, por la cercanía de su gente y por los sabores que compartimos. Y como todo buen viaje merece empezar con aventura, nos lanzamos directo al Parque Rural de Anaga.

Fue un recorrido sensorial pasando por miradores y senderos donde la vegetación cambia todo el tiempo. ¡Una maravilla! En el camino me encontré con imponentes dragos, palmeras, helechos, unas plantas carnosas que crecen entre los muros de piedras, enredaderas coloridas, agave y plataneras. También se asoman eucaliptos, tunas del fico de India y una planta con un aroma fresco que me recordó al anís. El clima también jugaba su magia: sol ardiente en los claros, frío con el viento, y dentro del bosque de laurisilva, una atmósfera húmeda y misteriosa.

El mejor cierre: un “recuperador muscular” 😆 con queso de La Palma a la plancha con salsa de guayaba y gofio y las infaltables papas arrugadas con mojo.

El domingo me llevó al mercado de La Laguna, con mucha gente, colores y aromas. Allí descubrí la variedad infinita de papas canarias (incluida la famosa “yema de huevo”), cherne (un pescado muy típico de aquí), papayas de todos los tamaños, hierbas aromáticas y hasta baños de despojo, parte de esas tradiciones que aún viven en el mercado.

Para comer me lancé a un par de joyitas locales: 
Timbal de batata (variedad yema de huevo, también) con bacalao, cebolla encurtida y mojo: dulce y salado en un mismo bocado, brutal. Su presentación me recordó a la causa limeña. 
Queso herreño (de la isla de El Hierro) con mojo rojo: ahumado, intenso y con ese toque picón que se mezcla y le da un sabor increíble.

Después del mercado, pasear por La Laguna es un encanto. Sus calles empedradas, las casas coloridas y los balcones de madera son el mejor ejemplo de la arquitectura colonial canaria. Y no es casualidad que sea Patrimonio de la Humanidad: resulta que su diseño luego sirvió de inspiración para muchas ciudades coloniales de Latinoamérica. Mientras paseaba, me entretenía tratando de adivinar si los acentos que escuchaba eran cubanos, venezolanos o canarios.

Y claro, ningún viaje a Tenerife estaría completo sin subir al Teide. El recorrido es como un viaje entre mundos: del mar con cactus y palmeras, pasas a los pinos con aroma a eucalipto, hasta llegar a los paisajes áridos de cenizas y lava. En el teleférico alcanzamos los 3,500 metros y desde allí caminamos hacia el Pico Viejo, atravesando un terreno volcánico de rocas rojas, negras y amarillas, con olor a azufre recordándote que el Teide sigue vivo.

Arriba, casi sin vegetación, la vida aún resiste: entre piedras volcánicas, pequeñas margaritas se asoman valientes. El aire es delgado, cada paso cuesta, pero la recompensa es estar por encima de las nubes, que se ven como una cama blanca y esponjosa en el horizonte. A cierta altura ya no resisten, y desde arriba se ven como una cama blanca y esponjosa en el horizonte. Una belleza.

Para completar la experiencia, visité el Observatorio Astronómico del Teide. Allí, enormes telescopios de diferentes países aprovechan los cielos despejados de la isla para explorar el universo. A través de uno de ellos pude ver el Sol, vivo y palpitante. Aprendí algo fascinante: aunque lo percibimos amarillo, la luz que más emite el Sol corresponde al verde del espectro. Quizás por eso, cuando pensamos en la vida, el primer color que nos viene a la mente es ese. 💚

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